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Perú: Pedro Castillo el “invisible”, como Garabombo

di Manuel
Martínez

Pedro Castillo – sí, empecemos por su nombre – es hoy un emergente de la política peruana que ha trastocado todos los planes del establishment de su país, pero no sólo, también de los representantes y ejecutores del neoliberalismo en el continente latinoamericano. Sin duda alguna, es la gran sorpresa de las recientes elecciones realizadas en el Perú. Se trata de un candidato popular, de izquierda, un maestro de escuela y además campesino rondero1 que nadie imaginó que podría llegar a ser elegido presidente.

Este suceso inédito requiere de algún análisis que modestamente nos proponemos compartir. El Perú atraviesa hoy una crisis política mayúscula, la mayor de su historia, que sin embargo no es nueva, en realidad se viene arrastrando desde hace décadas. Junto con esto, el país está castigado por la crisis sanitaria provocada por la pandemia que ha cobrado más de 180 mil vidas, según el reciente blanqueo de los datos, cifra gigantesca en un país de 32.5 millones de habitantes. El impacto de esta crisis sanitaria ha golpeado a la economía, pero sobre todo a la vida de las mayorías empobrecidas o marginadas.

Puede decirse, sin exageración alguna, que la crisis de la política es también la crisis de la democracia peruana. Cuando la dictadura militar consuma la “transferencia del poder a la civilidad” en 1980, los gobiernos que se sucedieron durante esa década, el de Belaúnde Terry (Acción Popular) y el primero de Alan García (APRA)2, estuvieron lejos de resolver las demandas fundamentales de las grandes mayorías de la sociedad peruana. El primero, con una política “desarrollista” y de centroderecha, se sometió a los dictados del Fondo Monetario Internacional. El segundo, que ensayó una política socialdemócrata con rasgos populistas, terminó en una crisis galopante atravesada por una hiperinflación nunca vista en el país. Sin embargo, desde 1980 se inició también la lucha armada impulsada por la organización maoísta Sendero Luminoso y luego por el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). Este dato no es para nada menor, ya que significó una tremenda laceración social que duró dos décadas, desde 1980 hasta el 20003. En este contexto, junto con el descalabro económico, el crecimiento de la deuda externa y de la pobreza, pero además con una “guerra interna” cada vez más presente, los partidos políticos tradicionales perdieron legitimidad. Esto incluyó también a la izquierda parlamentaria, que en esa década había logrado una importante representación legislativa, así como diversos gobiernos municipales, entre ellos el de Lima.

Hacia 1990, todos los grupos concentrados del poder económico y la derecha se unificaron en torno de la candidatura de Mario Vargas Llosa, quien se presentó como un abanderado del libre mercado y en contra del estatismo. En sus planes no estaba que surgiría un ignoto, un candidato externo a la clase política de entonces, nada menos que Alberto Fujimori, quien terminó ganando las elecciones en segunda vuelta. Fujimori, a quien la prensa calificó al principio como “efímero”, terminó gobernando durante todos los años 90, es decir durante una década verdaderamente infame. A poco de andar, utilizando el argumento del “conflicto armado”, propició un autogolpe de Estado, disolvió el Congreso e instituyó un régimen cívico-militar en 1992. Luego convocó a un Congreso Constituyente Democrático que promulgó la Constitución de 1993, en la cual se consagraron el reino del libre mercado y el retiro del Estado de la economía nacional, así como, por decir lo menos, la reducción de los derechos de la clase trabajadora. En 1995 fue reelecto, pero cada vez más empezó a verse que gobernaba con una maquinaria estatal represiva y mafiosa. Mientras ejecutaba la guerra contrainsurgente y el atropello a las libertades democráticas, e incluso la esterilización forzada de miles de mujeres campesinas, corrompió al periodismo y logró respaldo para su campaña de “pacificación del país”. En forma paralela, el aparato estatal fujimorista se convirtió en un aparato mafioso que se benefició con millones de dólares en diversas transacciones relacionadas con la obra pública. Hacia el año 2000, cuando pretendía ser reelecto nuevamente, una serie de hechos de corrupción que saltaron a la luz hizo que huyera a Japón, país en el que encontraría protección. Se inicia entonces una nueva etapa y se convoca a elecciones. Con el país “pacificado”, pero con una mafia enquistada en las instituciones del Estado, se sucedieron desde entonces hasta ahora cuatro gobiernos: Alejandro Toledo, nuevamente Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski. Todos ellos gobernaron sin tocar la Constitución de Fujimori, con lo cual fueron tributarios del neoliberalismo, jactándose del crecimiento del PBI de manera sostenida, pero además atravesados por la corrupción en la obra pública. La famosa empresa brasileña Odebrecht, experta en corromper a políticos latinoamericanos, encontró sus mejores secuaces en el Perú. Tanto es así que hoy, como caso inédito en América Latina, todos los presidentes de los últimos 40 años están procesados en diversas causas judiciales. Toledo está refugiado en Estados Unidos, Humala estuvo preso, Alan García se suicidó cuando lo iban a detener y Kuczynski no pudo terminar su mandato y está con prisión domiciliaria. A esto debemos agregar que Keiko Fujimori, también procesada y que ya estuvo en prisión, nunca reconoció su derrota electoral en 2016. Contando con mayoría parlamentaria, saboteó al gobierno de Kuczynski, le encontró tal o cual negociado y logró que el Congreso lo destituyera. Luego hizo lo propio con el vicepresidente sucesor Martín Vizcarra, en noviembre del año pasado. El nuevo sucesor, Manuel Merino duró apenas cinco días por el repudio popular en rechazo a la represión que pretendió imponer cobrando la vida de dos jóvenes. Finalmente, Francisco Sagasti fue el encargado de garantizar las elecciones de este 2021. De esta manera, en el último período presidencial, que termina en julio de este año, hubo cuatro presidentes. Nos hemos detenido en este repaso, sólo para que se vea la magnitud de la crisis de la política que se vive en este país.

Por otro lado, antes del castigo de la pandemia, en el marco de una economía de mercado, que privatizó los servicios públicos y gran parte de la educación y de la salud, el crecimiento económico del Perú era considerado todo un ejemplo a nivel continental. Un informe del Banco Mundial (abril 2020) señala que entre 2002 y 2013 “el Perú se distinguió como uno de los países de mayor dinamismo en América Latina, con una tasa de crecimiento promedio del PBI de 6.1% anual”, aunque luego, entre 2014 y 2019, “se desaceleró a un promedio del 3.1% anual”, con lo cual el PBI siguió aumentando a un ritmo menor. En la base de estos datos está el hecho de que el Perú es uno de los mayores productores de minerales en el mundo, especialmente de cobre, con lo cual tiene una enorme dependencia de su colocación en el mercado internacional. Dicho informe, también menciona que hubo una reducción de la pobreza de 52.2% en 2005 a 26.1% en 2013. Estos porcentajes siempre son relativos e incluso crueles, ya que el Banco Mundial considera pobre a una persona que vive con menos de US$ 5.5 al día, lo que equivale a US$ 165 mensuales. Según esta medición, si alguien gana un centavo más ya no sería pobre. Con el mismo criterio se mide la “pobreza extrema”, que comprende a personas que ganan US$ 3.2 diarios y que en el mismo período disminuyó de 30.9% a 11.4%. La pandemia puso en evidencia que el Estado está efectivamente ausente. Y el mercado, desde luego, más aún en país con una marcada desigualdad social, no se preocupa por la salud del pueblo. Lo que se está viendo en el último año y medio es que las “buenas estadísticas” sólo significan jugosos ingresos para las empresas mineras extranjeras, para el agro-negocio, etc. El saldo social del neoliberalismo de los últimos 40 años se traduce en un 70% de la población económicamente activa que vive en la informalidad, viviendo el día a día, trabajando como puede en condiciones absolutamente precarias. Otro dato a tener en cuenta es que la crisis sanitaria y económica no sólo se expresó en la enorme cifra de personas fallecidas que ya mencionamos, también en una mayor indefensión de la gente que vive el día a día. Esto produjo, por ejemplo, el surgimiento de una migración de retorno de miles de mujeres, hombres y niños desde Lima Metropolitana a sus lugares de origen en la sierra y en la selva. Si durante décadas el Perú tuvo un fenómeno migratorio del campo a la metrópoli, ahora ésta los expulsa sin piedad.

En este contexto llegamos a las elecciones del presente año. La crisis política se expresó en la atomización de los partidos con un total de 18 candidaturas que postularon en la primera vuelta realizada el 11 de abril. Cabe destacar que ninguna candidatura, ni la de Pedro Castillo ni la de Keiko Fujimori alcanzaron entonces el 20%, pero Castillo sacó la mayor votación y se encendieron las alarmas. Se inició entonces una feroz campaña en su contra, acusándolo de terrorista, castro-chavista y comunista. La mafia mediática ya había hecho lo mismo con la candidatura de Verónika Mendoza antes de abril. En este caso con el agravante de que era una candidata mujer que planteaba una agenda de género, incluyendo en sus planteos las reivindicaciones de los movimientos de mujeres urbanas y rurales, así como de la diversidad de géneros. Esto, en un país con una fuerte presencia del patriarcado, fue visto como extremadamente radical. Ahora disparan toda su munición gruesa contra Pedro Castillo, a quién atacan no sólo por ser de izquierda o por proponer que el pueblo peruano se saque el chaleco de fuerza de la Constitución fujimorista convocando a una Asamblea Constituyente, sino fundamentalmente por su condición de campesino indígena. Claro, ¿cómo podría permitir la élite limeña que alguien del Perú olvidado, que proviene de un rincón de Cajamarca, es decir del pueblo “invisible”, pueda ser elegido presidente? A mediados del siglo XX, el gran escritor peruano Manuel Scorza4 describió la lucha de una comunidad campesina contra los poderosos en la sierra central del país. El personaje es Garabombo, un comunero indígena que podía moverse delante de policías armados hasta los dientes sin que lo vieran, podía entrar a los edificios públicos de su humilde pueblo sin que nadie lo viera, era invisible y al mismo tiempo extremadamente audaz. El relato es hermoso, es mágico… Es que existe un “Perú oficial”, el de ellos, el de las clases pudientes, y existe como contraparte el “Perú profundo”, el que cultiva la tierra, el que entrega la fuerza laboral, el de las sirvientas y las cholas, el que vende cualquier cosa en las calles en la propia metrópoli. Y en medio de las crisis entrecruzadas que hemos tratado de explicar, ese pueblo inmenso encontró una conexión real con la figura de Pedro Castillo, no tanto con el programa de su partido: Perú Libre, sino con lo que representa este candidato que ganó en la segunda vuelta de las elecciones el 6 de junio.

Toda la derecha se abroqueló alrededor de Keiko Fujimori. No sólo la derecha peruana, sino también los figurones de la derecha internacional, como Aznar de España, Uribe de Colombia o Macri de Argentina. Y Mario Vargas Llosa, el Nobel peruano de literatura, antes enemigo acérrimo del fujimorismo, terminó llamando a votar por Keiko Fujimori en nombre de la “libertad”. El fujimorismo mueve mucho dinero y tiene comprados prácticamente a todos los medios de comunicación, especialmente a la televisión basura. Después del 11 de abril, su campaña apuntó al miedo y al odio. Después del 6 de junio, cuando constataron que habían perdido en las urnas, por estrecho margen, pretendieron instalar la idea de que hubo fraude y apelar a sus resortes judiciales, a la revisión de los votos, etc. Igual, pase lo que pase, ya está claro que perdieron. Cuando cerramos este artículo, con el 100% de las actas procesadas, los resultados seguían favorables a Pedro Castillo (50.14%) y seguía perdiendo Keiko Fujimori (49,86). A más de una semana de la segunda vuelta electoral, vergonzosamente, no proclaman al candidato ganador. Les duele que los “invisibles” se estén haciendo visibles. Por cierto, el futuro no será nada fácil, pero en el pueblo históricamente postergado hay alegría y esperanza.


Militante de izquierda en el Perú y en Argentina, periodista y analista político

  1. Rondero es el que pertenece a las Rondas Campesinas del Perú. Son organizaciones de autodefensa que se formaron en los años 70 para combatir a la delincuencia. En los años 80 cumplieron un rol diferente al del Estado para enfrentar el terrorismo de Sendero Luminoso.[]
  2. APRA: Alianza Popular Revolucionaria Americana, fue fundada por Víctor Raúl Haya de la Torre en la década de los años 20 del siglo pasado.[]
  3. Según el informe de la Comisión de la Verdad, el saldo del conflicto armado que vivió el Perú cobró más de 67.000 vidas. De ese total, un 54% serían responsabilidad de Sendero Luminoso.[]
  4. Manuel Scorza (1928-1983) fue un escritor y político peruano. En este artículo nos hemos referido a su novela “Historia de Garabombo el invisible” (1972).[]
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